26 octubre 2014

Un paso en la luna




“La mayor incomodidad de esta historia es ser cierta. Se equivocan los que piensan que es más fácil contar hechos verídicos que inventar una anécdota, sus relaciones y sus leyes. La realidad, es sabido, tiene una lógica esquiva; una lógica que parece, a ratos, imposible de narrar.”
Ricardo Piglia, Mata Hari 55

Operación masacre es un libro paradójico. Por un lado porque se inserta plenamente en la tradición del policial tal y como se venía escribiendo hasta entonces en Argentina. Pero al mismo tiempo porque inaugura el hard boiled en el Cono Sur, tanto por temática como por, hasta cierto punto, estética, ya que en buena medida el tono periodístico ha venido siendo desde entonces uno de los más frecuentados por los autores de serie negra. Pero, al mismo tiempo, subvierte los clichés del género desde su mismo inicio: no arranca con la aparición de un cadáver, sino la de un superviviente. Frente al esquema tradicional de la novela detectivesca, donde se trata de averiguar quién fue el asesino y qué le llevo a cometer el crimen, Walsh desplaza la atención a otro lugar: antepone los objetivos del acto de escritura en sí al desarrollo de la trama policial. Los victimarios se conocen desde el inicio, así como los motivos que los mueven, de lo que se trata es de probar su intención de ajusticiar a inocentes, es más, la de evidenciar su condición de víctimas, porque ni siquiera a eso parecen tener derecho los que fueron fusilados chapuceramente saltándose el marco legal que la policía y el ejército afirman defender. Por eso cobra una relevancia creciente dentro del libro todo el aparato judicial, que pretende no esclarecer los hechos, algo que está meridianamente claro desde el inicio, sino las circunstancias de los mismos. Son esos detalles los que sirven para dilucidar la ilegalidad de los actos policiales y, por lo tanto, la narración gira en torno a ellos para poder exigir una condena por las detenciones y fusilamientos ilegales.
No es el único de los principios formales del género que la novela de Walsh pone en cuestión, reescribe o, por decirlo en lenguaje académico de hoy, tensiona. El más importante de ellos es, sin duda, el suspense. Al no pretender divertir al lector, sino azuzarle, involucrarle en los hechos narrados, , que lo afectan de modo directo porque, ante todo, son históricos, no trata de construir una narración más o menos bien acabada que use los hechos reales apenas como armazón del relato. Cualquier lector que hubiera transitado por la extensa producción de cuentos policiales de Walsh —prodigios de investigación analítica que los convierten en una prolongación de la línea inaugurada en la senda de Poe y alargada por Borges, en colaboración con Bioy en algunos casos, dentro de la literatura argentina—, sabe que, si se trata de mantener al lector pendiente de la intriga, Walsh sabe construir perfectamente un relato que encaje dentro de esas características. Conoce al dedillo los mecanismos de la narrativa policial, y por eso desde el primer momento decide que Operación masacre no debe pasar a formar parte de esa estirpe sino que debe trabajar contra ella. Porque, al mismo tiempo que inaugura del modo más radical la serie negra argentina —no es casual que para muchos de los escritores que hoy se insertan en el género Walsh sea su primer referente— su objetivo queda claramente explicitado a lo largo del texto: la denuncia de los crímenes de estado. Si algo es Operación masacre  es la demostración irrebatible de que el de panfletario es el adjetivo más equivocado de todos los que la crítica literaria usa. Resulta muy interesante, en ese sentido, poder leer la secuencia de prólogos y demás paratextos que fueron acompañando las sucesivas ediciones del libro, donde se aprecia la creciente implicación política, hasta llegar a la militancia armada, que vive Walsh desde su originaria posición como simpatizante de la Revolución libertadora a su implicación final en la lucha montonera de los setenta. Los veinte años que transcurren desde la primera redacción de Operación masacre hasta su desaparición a manos de la dictadura de la Junta militar argentina pueden ser vistos como la transformación de un hombre que se plasma, como una sinécdoque perfecta, en el enfoque del libro que inaugura la narrativa de no ficción argentina: hay que conocer las reglas del juego para entender cómo el rival las quiebra y, en consecuencia, quebrarlas uno mismo para poder obtener la victoria. Aunque sea una victoria pírrica. El rival en el juego, el oponente, se transforma en la vida real en enemigo, y de ese modo lo que puede ser una contienda más o menos intensa en un juego, por ejemplo en el ajedrez, pasa a ser un enfrentamiento de orden vital, la lucha de clases llevada al terreno de la creación y estética literarias. Invirtiendo el axioma de Clausewitz, la escritura, el panfleto, pasa a ser la continuación de la guerra por otros medios. Siguiendo esa línea, es imposible no entender la «trilogía no ficcional» de Walsh como un encarnizamiento de ese conflicto, tanto El caso Satanowski como ¿Quién mató a Rosendo? —con la que dialoga de modo directo y aprovechado, ya que no puede ser respondido, Vargas Llosa en ¿Quién mató a Palomino Molero?, texto que puede, y debe, ser considerado el primero donde se inicia el striptease ultraliberal y neocon del hoy premio Nobel—, como la evolución que culmina con el que quizás sea, lo afirma el propio Piglia en un texto que muchas veces se ha usado como epílogo en las ediciones de Operación masacre, el texto literario de mayor relevancia política de la Historia argentina reciente: la Carta abierta a la junta militar que Walsh envía a los periódicos un día antes de que un comando de ultraderecha lo abata tras un tiroteo cerca de la estación de Constitución y lo desaparezca. No es gratuito que las sucesivas ediciones de Operación masacre se cierren con dicha carta a modo de epílogo.
La entrevista que Piglia le hizo en 1970 a Walsh es muy ilustrativa en ese sentido. Por un lado jamás se habla de sus novelas de no ficción como «crónica», sino que se decanta por el término «denuncia». Además, las defiende como una evolución frente a la mirada burguesa que vehiculan las novelas de ficción al uso. Lo verdaderamente transformador de la escritura de Walsh, como ha terminado por hacer notar Piglia en fechas más recientes, —en concreto en una clase magistral sobre Walsh dictada en el Centro Cultural San Martín en 2013 y que, posiblemente, como las clases magistrales registradas por la televisión pública argentina, no sean sino la divulgación de las clases que durante tantos años ha dictado en diversas universidades—, es el modo en que se ubica para leer la realidad. Todo hecho narrado es interpretado como la traslación de un acontecimiento real. A veces dicho referente real no está explicitado en el texto, y es el propio lector quien debe rellenarlo, y debe hacerlo no usando su memoria íntima sino la pública, la de los hechos que nos afectan a todos, que se analizan y fijan a través de la Historia. Es en esa permanente apropiación y desplazamiento de los acontecimientos históricos dentro del relato, ese trasiego que el lector mismo debe realizar, donde quizás se asiente, en buena medida, la capacidad que tenga hoy la narrativa policial de dialogar con el presente y servir como herramienta que lo disecciona. Y eso está en todo Walsh, no sólo en sus textos de no ficción, donde el propio autor explicita esos referentes, sino en cada uno de sus textos. Esa es la huella, invisible como la de Amstrong desde la Tierra pero que sabemos perenne, que dejó Walsh en la literatura.